Una tarde de octubre de 1943 nos reunimos en un pueblecito de pescadores del Mediterráneo con las personas interesadas en la prueba. Cien metros de soga provista de nudos estaban extendidos a lo largo del malecón y eran examinados por Monsieur Mathieu, el ingeniero del puerto, y por el alguacil maître Gaudry, quien es testigo indiscutible e investigador, su testimonio es aceptado sin discusión en cualquier tribunal. El ingeniero y el alguacil contaron y midieron metódicamente la cuerda nudosa a lo largo de la cual Frédéric Dumas tenía que descender hacia las profundidades del mar.
Dos lanchas llenas de testigos acompañaron al condenado hacia el mar abierto, la primera lancha remolcaba a la segunda, en la cual nos hallábamos Didi y yo, aturdidos por las atenciones que nos prodigaba la multitud. Habíamos conversado acerca de todos los problemas imaginables que podía ofrecer la inmersión y el propio Didi, después de haber calculado y medido todo lo que le podía suceder, estaba dispuesto para la prueba. La inmersión estaba muy bien planeada, se sumergiría en las aguas claras y tranquilas, provisto de un aqualung recién salido de la fábrica y un cinturón pesadamente cargado. Descendería con los pies por delante y sin hacer esfuerzos innecesarios a lo largo de la cuerda provista de nudos, hasta la mayor profundidad que pudiera alcanzar. Entonces se despojaría de los pesos, los sujetaría a la cuerda y volvería rápidamente a la superficie; al izar la sonda, se vería la profundidad que había alcanzado.
Después del miedo que había sentido al dar tantas vueltas al asunto, a Didi le pareció que la inmersión era una simple formalidad.
La lancha remolcadora fondeó el ancla a sesenta y dos metros, el cielo estaba nublado y un temprano viento otoñal batía contra nuestra borda, el aire era desapacible y frío. Yo estaba encargado de la vigilancia directa de Dumas, por lo cual entré en el agua antes que él, pero la corriente me apartó de la lancha.
Tuve que hacer grandes esfuerzos para volver junto a la escalerilla y moverme continuamente para permanecer al lado de la embarcación. Entonces Didi penetró en el agua; el patrón de la embarcación se hallaba desolado al vernos abandonar su lancha con aquel mar tan movido, nos arrojó unos cabos para que nos asiésemos a ellos y Dumas le dio las gracias con un gesto de la mano y se hundió. Lo hizo sin esfuerzo, pues se hallaba sobrecargado.
Una vez bajo la superficie del agua, descubrió que cuando volvía la cabeza a la izquierda obstruía el paso del aire por su tubo de la izquierda; nadé para asir la cuerda provista de nudos que acababa de ser arrojada por la borda y me aferré a ella sin aliento cuando aún no había empezado la gran inmersión.
Dumas volvió a sumergirse.
Miré hacia abajo y vi a Didi hundirse gracias a los pesos. Nadaba con brazos y piernas para contrarrestar la fuerte corriente y alcanzar la soga; cuando por fin llegó a ella, surgió un chorro de burbujas de su regulador, lo cual era señal de cansancio. Descansó un momento, asido a la cuerda y luego empezó a descender rápidamente, ayudándose con las manos en el mar turbio y tumultuoso.
Jadeante aún como consecuencia de los esfuerzos que había tenido que hacer en la superficie, lo seguí hasta mi puesto de guardia, que se encontraba a treinta metros de profundidad; en mi cerebro reinaba una gran confusión. Didi no miró hacia arriba, vi como sus puños y su cabeza se fundían en el agua sombría. He aquí como describió él mismo esta inmersión extraordinaria:
«La luz no cambia de color como suele ocurrir bajo una superficie turbia, no puedo ver claramente; o es que el sol se ha puesto ya, o es que mis ojos son débiles. Alcanzo el nudo que señala los treinta metros y no siento debilidad en mi cuerpo, pero estoy jadeante. La condenada cuerda no pende verticalmente, se inclina de una manera oblicua en esa especie de caldo amarillento y cada vez se inclina más, lo cual me preocupa, pero por otra parte me siento maravillosamente bien. Tengo una singular sensación de beatitud, estoy borracho y libre de cuidados; me zumban los oídos y siento un gusto amargo en la boca, mientras tanto la corriente me hace tambalear como si tuviera muchas copas en el cuerpo.
He olvidado a Jacques y a la gente de las lanchas, tengo los ojos cansados. Sigo bajando tratando de llegar al fondo, pero no puedo; voy a quedarme dormido, pero no puedo hacerlo en tal estado de vértigo. Alrededor se nota un poco de luz, mientras trato de alcanzar el siguiente nudo y no puedo, pruebo de nuevo y consigo atar el cinturón a él.
La subida es tan alegre como la de una burbuja, liberado de los pesos, voy tirando de la cuerda y subiendo a saltos. La sensación de embriaguez se desvanece, ahora tengo la cabeza clara y estoy furioso por no haber alcanzado la meta propuesta; paso junto a Jacques y sigo subiendo a toda prisa. Según me dijeron estuve abajo siete minutos».
El cinturón de Didi fue atado a la cuerda a sesenta y tres metros de profundidad, el alguacil lo certificó. Ningún buzo independiente había alcanzado jamás mayor profundidad