¡Ataque de tiburón!
Autor: Bret Gilliam
Advertencia inicial: No hay rastros de mi característico humor seco por encontrar en ésta historia y no hay final feliz. En octubre de 1972 sucedió de la siguiente manera:
Rod Temple y Robbie McIlvaine me estaban esperando cuando llegué manejando a la playa en la Bahía de Cane en la costa Norte de St. Croix. Ésta zona de las Islas Vírgenes tenía algunos de los mejores buceos de pared en el este del Caribe y el descenso se encontraba a distancia de nado fácil desde la orilla, prescindiendo así de un largo trayecto en embarcación desde Christiansted. Descargamos nuestro equipo y comenzamos a vestirnos bajo la sombra de las palmeras mientras aproximadamente una docena de turistas observaba con interés. El buceo autónomo todavía no era un deporte popular para la mayoría de la gente y los tanques dobles y el equipo de la cámara subacuática que trajimos para ensamblar les produjo cierta fascinación.
Nos preparábamos para recuperar algunas muestras de un dispositivo de colecta que habíamos instalado en la pared del arrecife para un laboratorio local de ciencias marinas. Seis días antes, con apoyo del barco de investigación, habíamos colocado una estación flotante grande justo en el sitio en el que comienza la caída de la pared y cuidadosamente le cargamos las trampas de sedimentos, redes y líneas para que estuviesen listas para ser colocadas en varios lugares en el arrecife somero y en la pared profunda. El plan de hoy era inspeccionar un proyecto a 64 metros (210 pies) de profundidad y capturar algunas fotografías de la zona. Rod transcribió el perfil de buceo e información de descompresión a su pizarra mientras Robbie y yo reunimos el resto del equipo y caminamos hacia el océano cálido para comenzar nuestro nado tranquilo en superficie rumbo a la estación flotante que se encontraba unos 300 metros mar adentro.
Habíamos buceado la bahía de Cane cientos de veces en los últimos dos años, tanto por trabajo como por diversión. Y ésta mañana de octubre no fue diferente de muchas otras a medida que nadábamos sobre la arena clara que yacía a pocos metros debajo de nuestras aletas. Como de costumbre, Rod aceleró el paso y se adelantó mientras continuamos enmedio de su estela remolcando el equipo fotográfico y otra trampa de plexiglás para especímenes marinos que el laboratorio quería colocar en el colector sobre la pared.
Al llegar a la estación, Robbie recuperó los broches de presión con anillo giratorio que anclarían la trampa en nuestra rejilla de cuerda colocada en la pared. Rod revisó el plan de descompresión, —Mira, si podemos instalar ésto y echar un vistazo al proyecto a 64 metros en quince minutos, podemos ahorrar mucho en descompresión. ¿Puedes tomar las fotos en ese lapso de tiempo si yo coloco las líneas de las bandejas de plexiglás?
—Claro —respondí—, pero no te alejes en caso de que Robbie necesite ayuda por si se enreda con la trampa, es una friega nadar con esa cosa.
—No hay problema —sonrió Rod—. No me importa hacer el trabajo pesado por ustedes yanquis flojos.
Su entusiasmo británico opacaba el hecho de que Robbie y yo teníamos el doble de tamaño y fuerza aunque él era mayor y más experimentado. Ambos nos expresamos con muecas a sabiendas de que cualquier tarea pesada terminaría en nuestras manos mientras Rod se ocuparía de la logística. Como el líder de la expedición, él mantendría el registro del perfil de la inmersión, del progreso, del aire restante y se ocuparía de aplicar el perfil de descompresión.
Rod se apartó de la boya y comenzamos a nadar la corta distancia sobre el azul profundo que marcaba la caída al abismo. La visibilidad era muy buena, de unos 40 metros horizontales (125 pies) y mucho mejor si se veía hacia arriba y abajo. Un oleaje suave nos envolvía y el mar era calmo. Dos de los barcos de la Armada con los que habíamos trabajado en pruebas acústicas submarinas se encontraban a unos cuantos kilómetros mar adentro y podíamos escuchar el sonido de sus generadores acústicos mientras descendíamos.
Rod se instaló en la parte superior de la pared a 30 metros (100 pies) y nos unimos para verificar los manómetros antes de deslizarnos en un suave planeo hacia la primera estación de trabajo a 55 metros (180 pies). Robbie rearregló los extremos abiertos de las trampas para dirigirlos hacia el cuadrante oeste esta semana y yo disparé fotos para registrar la escena. La mayoría de los científicos que nos contrataron no buceaban mucho e insistieron en que se obtuvieran muchas fotografías para que así pudiesen tener una idea precisa de las condiciones en las zonas de aguas profundas que estaban estudiando.
Señalando que habíamos terminado, Rod nos guió sobre las estructuras de coral y se detuvo junto al dispositivo del proyecto profundo, que se había deslizado un poco más abajo durante la semana así que Robbie y yo lo volvimos a poner en posición esperando que se quedara ahí esta vez. Ésto ocupó nuestra atención por más de diez minutos cuando Rod me golpeó con excitación en el hombro para señalar el acercamiento de dos tiburones punta blanca oceánicos. Esto no era nada nuevo para nosotros pues buceábamos con los tiburones rutinariamente, pero era raro ver especies océanicas notoriamente agresivas tan cerca de la costa. Pasaron a unos tres metros de nosotros y tomé unas cuantas fotos mientras nadaron hacia el este.
Terminamos las observaciones requeridas y Rod completó la bitácora en su pizarra justo en el horario que él había indicado, parecía que íbamos a salir con sólo 20 minutos de descompresión. Robbie se puso en marcha primero y señaló a los tiburones de nuevo mientras nadaban cerca de él, nadaron
sobre el coral hacia abajo a la trampa de arena. Recuerdo haber pensado lo extraño que era ver a los punta blanca pelágicos justo aquí en la pared de la Bahía de Cane. Era algo así como salir a tu patio trasero y ver a un león africano cuando esperas ver un gato callejero.
Habíamos tenido nuestra cuota de encuentros desagradables con punta blanca océanicos cuando
trabajábamos en altamar. Fueron inmortalizados en el documental clásico “Blue Water, White Death” lanzado aproximadamente un año y medio antes y protagonizado por Stan Waterman, Peter Gimbel, y Ron y Valerie Taylor. Su atrevimiento a nadar con cientos de estos depredadores mientras se alimentaban de un cadaver de ballena frente a la costa de Sudáfrica se había registrado permanentemente en la memoria de todo buceador de esa época. Los tiburones frecuentemente mordían nuestro equipo, los cables de acero desplegados desde el buque de investigación, e incluso ocasionalmente ejes y hélices. Estábamos convencidos de que también nos morderían una vez que se pusieran en marcha y que nunca les daríamos la espalda sin que otro buzo montara guardia. Pero éstos dos no parecían prestarnos atención y me di vuelta para comenzar el ascenso detrás de Robbie.
Tiburón punta blanca oceánico acompañado de peces piloto. Fotografía de Thomas Ehrensperger liberada con la licencia GFDL.
Nuestro plan era que Rod fuera el último en salir. Me reuní con Robbie a unos 53 metros (175 pies) justo sobre una cornisa y ambos descansamos sobre el coral para esperar a que se nos uniera. Estaba retrasado y Robbie señaló nerviosamente su manómetro porque no quería quedarse sin aire. Me encogí de hombros expresando con el gesto “¿qué se supone que debo hacer?” mientras seguimos esperando. De repente, Robbie dejó caer su equipo extra y se catapultó hacia la pared apuntando hacia una masa de burbujas proveniente de aguas más profundas.
Ambos pensamos que Rod tenía algún tipo de falla de aire ya fuera en el regulador o en el conector de sus bibotellas. Como mi consumo de aire era notablemente menor, decidí enviar a Robbie hacia arriba y yo regresaría a ver si si Rod necesitaba ayuda. Conforme descendí en la nube de burbujas, Robbie me devolvió una señal ansiosa de que estaba de acuerdo e inició el ascenso.
Pero cuando me aproximé a Rod me percaté de que las cosas no podrían estar peor, uno de los tiburones había mordido el muslo izquierdo sin provocación y la sangre brotaba en nubes verdes de la herida, yo estaba horrorizado y no podía creer lo que veía. Él intentaba desesperadamente de apartar al animal de casi cuatro metros (12 pies) de su pierna y dejar de hundirse más profundo. Yo no tenía idea de donde se encontraba el segundo tiburón y me abalancé para agarrar su correa del arnés del hombro derecho para jalarlo hacia arriba.
Casi simultáneamente el segundo tiburón embistió a Rod en la misma pierna y lo mordió salvajemente. Pude ver a Rod picoteando desesperadamente al tiburón en los ojos y las branquias mientras luchaba desesperanzadamente para vencer a sus atacantes. Con mi mano libre golpeé a ciegas en los torsos de los animales mientras arrancaban grandes trozos de carne de mi amigo en destellos de mandíbulas abiertas y dientes viciosos. Atrapados en un combate mortal, ambos golpeamos a los tiburones con pánico frenético.
Y de repente lo soltaron. Arrastré a Rod hacia arriba del arenal… en parte caminando y en parte nadando. Una vez despejado el entorno pude ver a Robbie a unos treinta metros (100 pies) por encima de nosotros mirando con horror. Comenzó a bajar hacia nosotros conforme yo levantaba a Rod del fondo y pateaba con todas mis fuerzas hacia la superficie.
Pero en menos de quince segundos el primer tiburón regresó, lo golpeó nuevamente y comenzó a arrastrarnos a los dos sobre el acantilado hacia el abismo. En éste punto el ataque probablemente había durado un minuto, pero Rod había perdido una gran cantidad de sangre y tejido que al agarrarlo lo notaba flácido. Todavía estaba detrás de él agarrando su correa derecha del arnés cuando el segundo tiburón más grande lo golpeó nuevamente en el lado opuesto en la pantorrilla izquierda. Como el primero, éste tiburón se aferró a la mordida mientras nos hundíamos por la pared.
Estábamos cayendo rápidamente, ahora completamente fuera de control, mis esfuerzos por patear fueron infructuosos conforme los tiburones mordían y desgarraban a su víctima, todo el tiempo arrastrándonos más profundo. Sentí a Rod moverse para defenderse de otro ataque y mis esperanzas remontaron al darme cuenta de que seguía vivo. Me aferré brevemente al borde de la pared para contrarestar nuestro rápido descenso, la formación arrecifal nos brindó una ligera protección y por un momento los ataques se detuvieron.
Ambos tiburones se retiraron al azul y los vi rodear nuestra posición a tres metros de distancia. Para mi horror, vi a un tiburón devorar los restos de la parte inferior de la pierna izquierda de Rod justo delante de mis ojos. El otro tragó un bocado de carne que había arrancado. Traté de empujar a Rod dentro del coral en un esfuerzo por protegerlo de otro ataque pero no había nada que proporcionara un refugio real. Cuando volví la espalda a los acechantes depredadores, Rod y yo nos encontramos cara a cara por primera vez durante el ataque, sacudió la cabeza débilmente y trató de alejarme. Intenté sostener su arnés de la cintura para buscar un nuevo agarre y sentí mi mano hundirse en su torso mutilado, no quedaba ningún arnés al cual llegar. Él había sido parcialmente destripado.
Gritando con furia en mi boquilla, lo saqué del coral y despegué hacia la superficie con él aferrado a mi pecho. Inmediatamente los tiburones volvieron a atacarnos, sentí al más grande apartarme mientras buscaba salvajemente alcanzar las heridas que arrojaban oleadas de sangre oscura en el océano circundante. Rod gritó por última vez cuando el segundo tiburón lo mordió por la sección media y lo sacudió. El agua azul se volvió horriblemente turbia con trozos de tejido humano y sangre. Ésta vez estábamos completamente acabados y Rod me fue arrebatado.
Vi su cuerpo sin vida caer en el abismo con los tiburones aún embistiéndolo. El ataque había comenzado aproximadamente a 60 metros (200 pies) de profundidad y mi profundímetro se atascó marcando 99 metros (325 pies), pero sé que estábamos mucho más profundo que eso. La delicadeza de mi propia situación me empujó a un estado difuso resultado de la narcosis y el esfuerzo excesivo.
Fue ahí cuando me quedé sin aire, creo que inconscientemente casi decidí quedarme allí y morir. La situación parecía totalmente desesperanzadora y mi fortaleza se encontraba completamente minada, pero traje mi mente de vuelta y enfoqué todo mi esfuerzo y músculos en mantener una patada amplia y poderosa hacia la superficie; forcé todos los pensamientos en mantener ese ciclo de patadas y me dispusé a ascender.
Después de un tiempo que pareció una eternidad, eché un vistazo a mi profundímetro: aún estaba atorado en la medición de 99 metros (325 pies). Aspiré con fuerza del regulador y respiré sólo un poco, no mucho, pero alimentó a mi cerebro carente de oxígeno un poco más y recé para que mis piernas me llevaran a una profundidad lo suficientemente somera como para tener otra respiración antes de que los efectos de la hipoxia apagaran mis sistemas para siempre.
Realmente no existe una manera de describir cómo es privar lentamente de oxígeno al cerebro en combinación con la activación de los instintos de supervivencia inducidos por la adrenalina. Pero recuerdo haber pensado que si solamente pudiera concentrarme en patear podría lograrlo. Después de un tiempo la sensación de urgencia por respirar se desvaneció y recuerdo haber mirado a la superficie a través de una neblina roja que gradualmente se convirtió en un túnel antes de desmayarme. El pánico había desaparecido y me fui a dormir pensando “Maldición, casi lo logro”.
Desperté en la superficie vomitando y expulsando enormes eructos de aire en expansión. Aparentemente, el pequeño volumen de aire en el chaleco de seguridad antiguo que llevaba había sido suficiente para recorrer la distancia final hacia la superficie y salvar mi vida. Aunque aún tenía que lidiar con una cantidad desconocida de descompresión pero con la certeza de que me econtraba severamente afectado por ésta enfermedad.
Nadando hacia la orilla lo más rápido que podía, sentí que mis piernas se adormecían y para cuando llegué a la playa apenas podía ponerme en pie. Una pareja en su luna de miel salió a mi encuentro y me llevó a la arena. Con voz entrecortada giré instrucciones para que trajeran la unidad de oxígeno de nuestra camioneta y me colapsé. En un evento increíble de buena suerte, resultó que la esposa era una enfermera de urgencias de Florida y entendía la patología de la enfermedad de la descompresión. Me proporcionaron un flujo continuo de oxígeno y corrieron para llamar a los números de emergencia que le indiqué se encontraban en los papeles de buceo.
Volví a perder el conocimiento y fui reanimado en el aeropuerto donde un vuelo de evacuación médica me estaba esperando para llevarme a Puerto Rico. Sucedió que la cámara de la Marina en la base del extremo occidental de la isla no estaba disponible y se decidió que me llevarían a la única estación funcional en el extremo noroeste de la isla, a casi 300 kilómetros de distancia. La tripulación del vuelo temía que no pudiese sobrevivir cuando nos quedamos sin oxígeno poco después de pasar San Juan, entonces lograron que la policía detuviera el tráfico para poder aterrizar en la carretera principal, donde un helicóptero de la Guardia Costera me esperaba para transladarme al techo de un hospital. Dos días después fui dado de alta aunque con un entumecimiento residual en brazos y piernas, perdida auditiva sustancial y ceguera legal en mi ojo derecho, la cual persistió hasta que pudo ser corregida por la cirugía láser moderna en 1997.
La última vez que Robbie nos vio a Rod y a mí fue cuando los tiburones nos arrastraban sobre la pared enmedio de una nube de sangre. Nunca vio mi ascenso libre y por lo tanto reportó que ambos habíamos fallecido a causa del ataque cuando llegó a la orilla. No fue sino hasta que llamé a mi padre desde el hospital un día después cuando se enteró de que había sobrevivido.
Una semana después celebramos el evento conmemorativo en honor a Rod en la playa. Retomé el buceo al día siguiente. Su cuerpo nunca fue recuperado.
Análisis posteriores: Éste ataque ocurrido en 1972 fue ampliamente difundido y los expertos en tiburones especulan que los punta blanca océanicos pudieron haberse sentido atraídos y estimulados por el sonido de baja frecuencia en el agua producido por las pruebas submarinas cercanas. La mayor profundidad a la que un buzo había sobrevivido antes en un ascenso libre era de 55 metros (180 pies), Gillian se encontraba probablemente cerca de los 120 metros (400 pies). Fue condecorado por heroísmo por el gobierno de las Islas Vírgenes al arriesgar su propia vida para salvar la de su compañero. En 1993, la BBC produjo un reportaje especial del incidente como parte de una serie llamada “Dead Men’s Tales”.
Éste relato fue incluído en los libros “Great Shark Encounters” (1999) y “Mark of the Shark” (2001), además de haber sido publicado en diferentes revistas internacionales.
Relato original en éste enlace.