La mayoría de los que nos aventuramos en estas andanzas submarinas hemos, al menos, escuchado hablar del que es considerado casi como el guía espiritual del buceo autónomo y la conservación marina, el gran Jaques-Yves Cousteau y su Le monde du silence, que al final resultó tener más sonidos que una tocada en el barrio de Tepito, pero bueno (ja, disculpen ustedes, ya se me salió lo chilango incomprendido). No obstante, esta vez me gustaría viajar un poquito más atrás en el tiempo, en el que, desde entonces, algunos otros visionarios ya soñaban un mundo, utópico para la época, en la que el hombre y la mar pudiesen tener una convivencia a la Vingt mille lieues sous les mers que imaginó Jules Verne.
Les dejo un brevísimo fragmento de uno de los capítulos del libro Sealab, America’s Forgotten Quest to Live and Work on the Ocean Floor, el cual es un compendio de anécdotas que nos pueden medianamente ayudar a entender la frase aquella que dice “Sabemos más acerca de la superficie de la Luna que de nuestros propios océanos”
Sin más prolegómenos, aquí vamos…
"En muchos de sus discursos y conferencias, estaba claro que los planes de Bond habían crecido de salvar las almas enfermas de la Bat Cave hasta salvar el mundo, o al menos una buena parte de él, liderando una peregrinación al mar.
El primer submarino nuclear ya había sido lanzado cuando Bond tomó su trabajo en la base de Nueva Londres a principios de 1957. Sin embargo, para Bond, las embarcaciones submarinas no eran la respuesta completa. El hombre nunca alcanzaría el objetivo final de exploración y explotación encerrado en un submarino o una cápsula sumergible, como la batisfera en la que el naturalista William Beebe solía descender media milla hacia abajo, conectada a un cable a la superficie en la década de 1930.
Para explorar y explotar completamente los mares, el hombre tenía que poder nadar libremente, como un pez, o, para el caso, como su yo primitivo. Con una vivienda marina especialmente diseñada como base, los buzos podrían vivir y trabajar en el fondo del océano durante días, semanas, incluso meses a la vez. Desde una base presurizada en el fondo marino, con el equipo de buceo adecuado, desde la cual podrían salir en cualquier momento a las aguas circundantes, de día o de noche. Podrían pasar horas en el agua, trabajando o explorando, y regresar a su base según sea necesario para comida y refugio, como los alpinistas cansados que se retiran a una tienda acogedora y bien surtida, o los astronautas a su base lunar.
Hubo un par de puntos borrosos en esta gran visión. Uno era que nunca se había construido tal vivienda marina; el otro deshacía por completo el plan. El límite de profundidad para la mayoría de los buzos de la Armada, incluso para breves estancias, era mucho menor que el objetivo inicial de Bond de seiscientos pies. Pero como científico, Bond creía que todo podía hacerse. Como hombre de fe, creía que lo haría, porque está escrito: “Y Dios dijo: Hagamos al hombre a nuestra imagen, a nuestra semejanza, y que tenga dominio sobre los peces del mar, y sobre las aves del aire, y sobre el ganado, y sobre toda la tierra, y sobre todo reptil que se arrastra sobre la tierra”. La directriz divina, desde la apertura del Libro del Génesis, resonó profundamente en Bond. Le gustaba decir que la humanidad algún día “adquiriría el dominio sobre los mares y las criaturas en su interior”, una clara paráfrasis que también cambió hábilmente el énfasis bíblico de “los peces del mar” al mar mismo. “Dominio sobre los mares" se convirtió para Bond en la versión eclesiástica de su mantra más pragmático, el de la exploración y explotación marina. De cualquier manera, tenía la intención de darle una mano al Señor."