El día que le salvaron la vida a Cousteau en la cueva de la Fuente de Vaucluse

Continuación:

Después de haber descubierto la cuerda guía comprendí que no podría nadar hacia la superficie arrastrando al inerte Dumas, que pesaba por lo menos doce kilos más con su traje lleno de agua.

No había otra solución que subir por la cuerda arrastrando a Dumas, así que me así a la cuerda sujeta al lingote y emprendí el ascenso, poniendo una mano encima de la otra, con lentos esfuerzos, mientras Dumas pendía debajo de mí, junto a la pared de roca lisa y vertical.

Los tres primeros tirones que dí a la cuerda para ascender fueron correctamente interpretados por Fargues como la señal convenida para alargar más cuerda. Con la mejor voluntad, lo hizo inmediatamente, mientras que yo, lleno del más profundo pánico, contemplé el extraño fenómeno de la cuerda que caía hacia mí, e hice sobrehumanos esfuerzos para ascender por ella. Fargues, con la mayor prontitud me daba más cuerda cada vez que notaba que yo tiraba de ella.

Tardé un eterno minuto en imaginar la táctica que debía seguir: hacer bajar cuerda hasta que el extremo de la misma llegara a las manos de Fargues, el cual por nada del mundo la soltaría; así que seguí tirando de la cuerda lleno de un gozo sombrío. Ciento veinte metros de cuerda pasaron entre mis manos y se fueron enrollando en el fondo de la caverna.

¡De pronto, pasó entre mis manos un nudo! Fargues de la manera más servicial, había atado otro cabo al primero para animarnos a seguir avanzando.

Solté la cuerda como si se tratara de un enemigo, no tendría más remedio que encaramarme por la inclinada pendiente del túnel como un escalador. Fui subiendo palmo a palmo, asiéndome a las presas y salientes que me ofrecía la roca, y deteniéndome cada vez que perdía mi ritmo respiratorio a causa de la fatiga o cuando sentía que me iba a desvanecer.

Seguí avanzando, y en un descuido, el peso de Dumas me arrastró hacia abajo.

Esta súbita impresión hizo que volviera a pensar en la cuerda, hasta que por último me acordé de las señales convenidas. Agarré la cuerda y tiré de ella, seguro de que podría contar hasta seis; La cuerda pendía flojamente y estaba sujeta por diversos obstáculos en los ciento veinte metros que nos separaban de Maurice Fargues.

Me hallaba al límite de mis fuerzas y Dumas seguía tirando de mí

¿Por qué no comprende Dumas lo mucho que me perjudica? Muérete por lo menos Dumas. Tal vez ya estás muerto. Didi, siento mucho tener que hacerlo, pero tú estás muerto y no dejarás que yo viva. Así es que vete Didi.

Busqué el cuchillo que llevaba al cinto y me dispuse a cortar la cuerda que me unía a Dumas, pero incluso en mi estado de turbación mental, hubo algo que retuvo el cuchillo en su vaina. Antes de separarme de ti, Didi, trataré otra vez de llamar la atención de Fargues.
Tomé la cuerda en mis manos y repetí la llamada de socorro una y otra vez. Didi, hago todo cuanto un hombre puede hacer. Yo también me estoy muriendo.

Noté que la cuerda se ponía tirante, así que solté la empuñadura de mi cuchillo y me así fuertemente; las botellas de aire de Dumas sonaban como campanas contra las rocas a medida que nos izaban rápidamente.

Treinta metros más arriba divisé un débil triángulo de luz verde, que era la puerta de la vida. En menos de un minuto, Fargues nos izó hasta el estanque y se echó al agua para apoderarse del cuerpo inerte de Dumas.

Yo me calenté junto a un llameante caldero de gasolina, mientras Fargues y el médico se ocupaban de Dumas.

A los cinco minutos éste se hallaba de pie calentándose al fuego, le tendí una botella de coñac y después de tomar un trago, dijo:

—Voy a bajar de nuevo.

Posteriormente descubrieron que el aire en sus botellas se hallaba contaminado con monóxido de carbono, y de ahí la tremenda reacción que sufrieron bajo el agua.

Fuente: Libro El Mundo Silencioso de Jacques Cousteau.

Revista: La fuente de Vaucluse Cueva del Tesoro

1 me gusta